EL DÍA QUE ME RETIRÉ DE LA UNIVERSIDAD
El día que me retiré de la Universidad vacié mi oficina para devolverla.
Había acumulado kilos y kilos de papeles ya inservibles, testimonios de historias pasadas, de escaso a nulo interés para mis sucesores en la cátedra, que detestan el papel y amaban la información en formato digital. Tampoco servirían a los historiadores y arqueólogos del futuro. Serían más útiles para ser reciclados por algunos dinerillos para el comedor infantil al cual solía llevar todos mis rezagos celulósicos y envases plásticos. Así que los salvé del fuego.
Sobre el final de la tarea, casi antes de salir por la puerta por última vez, levanté la vista y vi dos hojas de papel prendidas con alfileres a una placa adosada a la pared. Ajadas y algo sucias por el tiempo, las rescaté y las llevé a casa donde las atesoro y guardaré hasta que cierre ya no la puerta sino los canales de mi cerebro.
Las hojas contenían dos frases que representan de algún modo el difícil equilibrio al que los seres humanos que nos toca vivir en los niveles más altos de oportunidades en la sociedad, deberíamos cultivar. Hacía años me habían cautivado por su sencillez conceptual.
La primera era de Lord Keynes y decía:
Las palabras deben tener una pizca de impetuosidad porque son la embestida de los pensamientos sobre la irreflexión.
¿Una pizca de impetuosidad? En mi juventud, durante las luchas e ilusiones de la generación de los sesenta, habíamos levantado nuestra voz en busca de la justicia y la verdad. A algunos los apalearon, a otros los mataron y a muchos los desaparecieron. Pusimos la desmedida impetuosidad juvenil sin medir costos ni resultados, pero fuimos madurando lentamente observando que una sociedad moderna y equitativa no se construye con gritos sino con ideas, buscando ponerlas en práctica y sometiéndolas permanentemente a la reflexión y al análisis…. Haciendo siempre planes y propuestas, mientras veíamos como la irreflexión y los intereses mezquinos, irrelevantes o perversos se adueñaban progresivamente de la realidad.
Daban ganas de gritar o dar alaridos sobre esa realidad que se iba creando, pero no lo hicimos;, al menos yo no lo hice. No nos dieron siquiera la oportunidad. No nos dieron cabida en la sociedad que se fue creando a partir de los años 70. La irreflexión se impuso y las palabras levemente impetuosas no lograron modificar las cosas. No obstante, siguen siendo necesarias, así: “con una pizca de impetuosidad”. Si ellas no bastan, menos servirán las impetuosas, porque usualmente emanan de la irreflexión, la intolerancia y la ignorancia. Ignorancia frecuentemente “ilustrada”.
El otro papelito contenía una frase de Durkheim, célebre sociólogo, que decía:
Las sociedades turbulentas en la superficie son con frecuencia las más rutinarias, porque las transformaciones demandan tiempo y reflexión y exigen la continuidad en el esfuerzo. Con frecuencia sucede que los movimientos de esa agitación cotidiana se anulan recíprocamente y el Estado queda, en lo esencial, sin cambios.
En el balance de las últimas décadas de nuestro país hay mucho de esa agitación y de turbulencias pretendidamente transformadoras que frecuentemente desangraron la sociedad y las instituciones. Desde aquella década de cambios 1945/1955 a hoy me quedan fuertes dudas si realmente produjeron cambios positivos y estables en la sociedad argentina. Lo mido por indicadores globales y simples como la impotencia en conformar una sociedad mínimamente organizada con un Estado sólido y confiable. La superación o subsistencia de inequidad social puede discutirse, con matices convenientemente ideologizados, pero es indiscutible la debilidad, ineficiencia o inutilidad de las estructuras de Estado, al que quienes gobiernan sólo le asignan, en la versión más democrática y popular, un rol de apropiador y redistribuidor de renta para fin clientelar y electoralista.
Probablemente los cambios que ilusiono toman mucho mas tiempo que medio siglo. Lo preocupante para mí es que en el tiempo transcurrido no puedo sacar como balance una tendencia a hacia ese destino. Más bien siento como una marcha hacia el deterioro argentino. Peor que aquellos movimientos recíprocamente anulados de Durkheim.